Drama. Obra de teatro o de cine en que prevalecen acciones y situaciones tensas y pasiones conflictivas.
Paquito Navarro y Juan Lebrón no solo han hecho suya esta acepción de la RAE; han decidido crear uno propio en el pádel y rivalizan por ser protagonista.
El sevillano y el del Puerto de Santa María, en su reencuentro, han exagerado lo peor de su etapa anterior y han conformado una dupla tragicómica que no parece tener freno para el desbarre histriónico.
No hay partido en que no conviertan el paso por bancos en una opereta con más foco en el discurso, la réplica y la gestualidad que en las soluciones al juego.
El duelo interpretativo es de tal magnitud que relega a Rodri Ovide, por más vocación de principal que ansíe, al rol de secundario. En efecto, «el coach que nos acompaña», como le ha denominado Lebrón en alguna ocasión, no pasa del papel residual en la trama que enfrenta a los dos jugadores; si acaso, como infortunado mediador que, con suerte, cuela alguna línea de diálogo en mitad del vodevil.
Hoy, la vocación teatral de la pareja prima sobre cualquier otro asunto hasta el punto que, a estas alturas, ha eclipsado el inconmensurable talento que exhiben ambos. Tiene su mérito. La extraordinaria calidad que lucen invita a pensar que la solución a cualquier contratiempo en la pista la tienen en sus manos. Pero no la buscan ahí. Se han empeñado en magnificar cualquier obstáculo, en agigantar cualquier traspié, incluso en inventarse dificultades cuando no surgen, todo para alimentar el sufriente drama que protagonizan.
Suman cinco torneos juntos desde su regreso como pareja y no hay ni rastro de aquel proyecto triunfal de 2019 que les llevó a la cumbre. Hoy son dos actores empecinados en corregirse el uno al otro; se replican y se rectifican en cada línea sin atender a la coherencia del relato. Tal es la obsesión que ni siquiera conceden espacio a sus rivales, antagonistas necesarios en cualquier relato. Todo debe girar en torno a ellos. Lo bueno y lo malo.
Con el marcador a favor o en contra, tras un acierto o un error, lo primordial es la trama. Lo tienen tan interiorizado que ya, incluso, traspasan la cuarta pared y, como ha ocurrido en Chile, se dirigen a la cámara mientras su entrenador se pierde entre murmullos inconexos. Manipulan la tensión a su antojo, nos hacen creer con una próxima ruptura, y entonces, se abrazan y dicen ser hermanos mientras esperan nuestro veredicto al giro de guión antes de afrontar el siguiente. Porque, al contrario de lo que parece, son ellos los que nos miran y nos interpelan, nos hacen partícipes de un debate que ellos provocan, buscan nuestro favor, nuestro posicionamiento necesario para validar el conflicto y obvian lo que realmente admiramos: su talento. La adhesión es el triunfo. Pura teatralización del pádel.
No abandonan nunca el personaje, ni siquiera para justificar tal sobreactuación. Simulan aparentar normalidad, en lo que no la tiene, y hablan de carácter y de personalidad propia (como si el resto no tuviera) buscando, más bien, un atenuante a sus incontenibles actuaciones; ora un gesto, ora una cara, ora un dardo oral. De esta forma, evitan hablar de actitud, concepto que terminaría por desenmascararles.
De esta forma, Paquito y Lebrón están entregados a la reivindicación propia a través de un conflicto corrosivo mientras desdeñan lo que realmente les hace grandes: su juego.
Pero hoy, con los andaluces, el juego ya no es la línea argumental principal sino una subtrama al servicio del relato. No importa que tengan tiros prodigiosos que nadie más tiene; que uno defienda con una facilidad insultante y el otro ataque con la voracidad de un depredador; que muestren recursos inimitables. Todo ello lo entierran en favor del show al que se han encomendado.
El marcador es un punto de inflexión que sirve al relato y sobre ello se elevan ambos con sus correspondientes personajes. Nadie como Paquito maneja la escena, el timing y la palabra. Afloja, aprieta, cede y reivindica. Le responde Lebrón con algo más de torpeza, empeñado en sostener el pulso a su compañero de reparto.
Ambos se reconocen y se retan desde la diferencia, ignorando que lo que les une, en realidad, es el talento.
Aunque aún no lo hayan logrado en esta segunda etapa, resulta inverosímil pensar que Lebrón y Paquito no encuentren una forma de acompasar el juego que les haga competitivos. Parece una cuestión de tiempo si hay voluntad. El tema es si, para ello, están dispuestos a dejar de competir entre sí.
Por ahora, no es así. Rómulo y Remo luchan por imponer al otro su propia narrativa mientras se consumen a sí mismos. Un desperdicio de talento deportivo al servicio de un absurdo alarde de dramatismo.
*Foto de portada: Premier Padel.